LA IMAGEN ROTA

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Tuesday, August 10, 2010

LA BANDERA


LA BANDERA
"... ni un sólo hombre o mujer... tenía noción de haber sido derrotado."
Curzio Malaparte

Aquella noche dormía a piernas sueltas cuando un estruendo ensordecedor y aplastante me despertó. Lo sentí dentro de la Villa, en sus paredes y en el piso, presionados por una fuerza exterior. Lo sentí dentro de mi cabeza aún adormilada. Salté de la cama y salí al pasillo. Presentí lo peor. Quizás el derrumbe de la Villa por fuerzas divinas o un mandato judicial contra sus ocupantes. No era en el pasillo donde se generaba el ruido sino más allá, en el vacío que rodeaba el edificio.
Salí a la terraza. Allí el ruido era ensordecedor. Pepe A., envuelto en una sábana a lo patricio, miraba hacia abajo, a la calle. Por lo que pude ver de su rostro me pareció que estaba espantado. Me asomé al balcón. Un desfile infinito de tanques de guerra avanzaba por la calle. Y a cada paso dejaban sus huellas incrustadas en el pavimento. Por las compuertas abiertas asomaban las cabezas cubiertas con cascos de metal que mostraban las puntas de ametralladoras moscovitas y enarbolaban banderas con un silbar de aluminio.
Junto a los tanques desfilaban misiles y katiuskas erizadas de balas. Todos marchaban movidos por una voluntad ciega o quizás un destino manifiesto sin anunciaciones ni epifanías. Marchaban hacia el lugar donde se cambia la historia con batallas inútiles y lamentablemente pírricas
Los vecinos de la cuadra, del barrio y de toda la ciudad habían salido a las puertas y balcones. Con ojos soñolientos y bocas entreabiertas por el estupor, disfrutaban de un espectáculo gratuito sin sospechar que ya habían pagado de antemano el derecho de entrada. Espectadores y actores a la vez, cumplían su doble papel con la alegría del resignado. Algunos cortaban el aire con las manos a modo de saludo. Otros ondearon banderas que en medio de la oscuridad resultaba difíciles de reconocer. Eran banderas diseñadas para ciegos, que sólo podían palpar la tela y estrujarla para conocer su textura y dimensión, pero desconocían sus colores, los diseños y las insignias que hacen de un trozo de lienzo, una bandera. Se conformaban con blandirlas al viento con el gesto cansado de los moribundos.
_Están ciegos, no saben lo que hacen_
Mascullé entre dientes. La angustia me embargaba.
_Los ciegos, guían a los ciegos _sentenció Pepe A.
_¿Crees en realidad que vaya a pasar algo? ¿Qué los americanos se atrevan a atacar La Isla? _pregunté.
_No son los americanos sino los rusos nos han metido en este lío _dijo Pepe con desprecio_. Y el Máximo Líder se presta para el show.
Machito y Kary la Sola se nos unieron. Y luego, Molinaro y Hermes. MOG no apareció por lugar alguno o quizás se encontraba encerrado en su habitación para no exponer sus vulnerables pulmones a la ira que en él despertaba aquel arrebato bélico.
_Este es el final. Los americanos nos van a hacer polvo_gritó Machito.
_No creo que se atrevan. Sería una masacre, un genocidio _exclamó Molinaro con voz trémula por el miedo.
_Si los rusos no se llevan los cohetes, nos van a hacer polvo. Eso te lo seguro _sentenció Machito.
_Nos van a movilizar a todos. Ya lo dijeron. En pocos minutos seremos carroñas. Hiroshima en el trópico. Pero no importa. ¡Aquí estamos!_gritó Pepe A. a la muchedumbre_. ¡Enfrentaremos los aviones cargados de armas nucleares con el mejor espíritu deportivo! Yo, por mi cuenta, me pasaré al bando enemigo, me acostaré con los soldados y les pegaré una gonorrea. Cada cuál usa sus propias armas en un momento como éste.
Todos reímos el buen humor de Pepe. A en medio del descalabro atómico en que nos encontrábamos. Nuestra risa no era más que el reflejo de la de todos los habitantes de La Isla, que se reían como retando el estupor ante una muerte terrible. Pero el estupor se convirtió en alegría con las primeras luces del amanecer cuando los tanques comenzaron a brillar bajo los rayos de sol y sus destellos hirieron los ojos de sus espectadores.

Por las compuertas de los tanques asomaban cabezas cubiertas por cascos de metal que se erguían y mostraban el torso cruzado por bandoleras erizadas de balas. Sonreían al paso. Algunos alzaban los brazos y los agitaban a modo de saludo triunfal. Aquel día no circularon los vehículos acostumbrados, ni el transporte urbano, ni las carrozas fúnebres en su peregrinar al cercano cementerio. Aquel día fue sólo para los tanques.
Faltaban pocos momentos para que el sol se entronara en medio de un cielo desnudo de nubes y aún no terminaba el desfile de armamentos. El clamor popular crecía y algunos se atrevieron a lanzarse a la calle, jubilosos ondeando sus banderas y gritando consignas que se perdían con el estruendo de los hierros. Entonces vi a Paulina, la vieja presidenta del Comité de Defensa, lanzarse al ruedo con la determinación de un espontáneo. Cruzó de un salto la distancia que la separaba del centro de la calle y agitando una bandera roja con la destreza de un taurómaco, se enfrentó jubilosa a uno de los tanques.
El proceso de trituración fue lento y sistemático. A cada paso de la estera dentada, el cuerpo de Paulina iba desapareciendo bajo los garfios de hierro. Primero fueron los pies porque, al pretender huir de la embestida, la vieja resbaló y cayó a lo largo mirando al cielo sin nubes. La dentellada continuó su voraz encuentro engullendo las piernas flacas y aplastando el vientre, no sin un ligero ladeo bajo la dureza de los huesos pélvicos. Después fue el estómago. Reventó lanzando las entrañas por los aires e incrustándolas en las paredes de las casas y en algunos rostros de los espectadores. El pecho fue la faena más dificultosa. El tanque se empinó sobre el costillar de la vieja y después de un crujir de huesos tomó la plaza. El corazón quedó palpitante y abierto. Siempre se ha dicho que el cráneo explota como una calabaza, pero en esta ocasión el símil no se cumplió. Las cuchillas de la estera fueron cortando en rebanadas la cabeza de la vigilante, de tal forma que la boca, la nariz, los ojos y la frente podían separarse en partes iguales y volverse a componer como eran antes.
La parada continuaba y una tras otras las esteras de hierro pasaron sobre los despojos de Paulina. Los vecinos de la cuadra esperaron hasta la caída de la tarde, cuando el desfile de armamentos terminó, para acercarse a Paulina o más bien, a la fina tela en que se había convertido. Unos lloraron y otros rieron y hubo quien celebró el final de la vieja. Ya Paulina no informaría más a la policía secreta los delitos contra las propiedades del Estado, las reuniones ilícitas, los huéspedes no autorizados, las fiestas a deshora, los regresos a deshora, las levantadas a deshora, las siestas a deshora, los paquetes misteriosos, las ropas extranjeras, las orientaciones sexuales, las relaciones con extranjeros, los plantes ñáñigos, los rogamientos de cabezas, las comuniones eclesiásticas y las ansias que tenían de preservar su individualidad los residentes de la cuadra.
Uno de los miembros del Comité sintió la obligación de recoger los despojos. Trató de despegar la tela que era Paulina, pero ésta se mantuvo firme pegada al pavimento. La masa de huesos y vísceras trituradas había dibujado un atractivo diseño en la tela. Mongo, un sepulturero del cercano cementerio, se acercó al ruedo pala en mano y apartó a empujones a los curiosos. Con la habilidad que da años de cavar fosas, insertó la pala en uno de los bordes de la tela y la despegó del pavimento con delicados golpecitos. Los demás ayudaron al sepulturero, tomaron la tela por los bordes y la fueron levantando a medida que se despegaba del pavimento. Así pudieron comprobar lo fino y delicado del tejido, que traslucía los rayos del sol.
Finalmente, Mongo enarboló lo que había quedado de Paulina y entonces atónitos descubrieron la verdadera naturaleza del tejido y sus diseños. Se trataba de una bandera. Diferente a las otras que ondeaban en las astas de la ciudad. Nueva y desconocida, ostentaba una fulgurante estrella solitaria en medio de un corazón abierto. Franjas multicolores la atravesaban para coincidir en un triángulo negro y profundo como las fosas que Mongo abría cada día en el cementerio.
El júbilo corrió por la cuadra y pronto todos los vecinos se unieron a la comitiva que enarbolaba la bandera. Levantaban los puños al cielo cargado de bombas nucleares y vociferaban su conformidad con el holocausto. A la gritería se sumaron los negros de El Fanguito, quienes a paso de Mozambique desfilaron llevando en alto la bandera. Pasearon su trofeo cuadra arriba y cuadra abajo durante todo el día. Al anochecer, exhaustos de tantos aspavientos y delirios, decidieron regresar a sus casas, no sin antes envolver la bandera como se debe y guardarla en una caja de cartón de leche condensada a modo de cofre. Al día siguiente, después de una reunión con todos los vecinos, Mongo, el sepulturero, fue elegido el nuevo presidente del Comité de Defensa de la Revolución. Y Paulina fue proclamada en bandera e insignia patriótica de la cuadra.
A los pocos días, los moscovitas retiraron sus ojivas nucleares de La Isla a cambio del desmantelamiento de otras similares que el vecino imperialista tenía en Turquía y de la promesa, por parte de los americanos, de no invadir La Isla con el propósito de derrocar al Máximo Líder. La tranquilidad regresó a las calles y la población se incorporó a la faena cotidiana de sobrevivir, ignorando u olvidando rápidamente los sucesos que pudieron hacer volar el mundo.

(fragmento de la novela VILLA MISERIA, de Sergio Giral)

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