Los perros ladraban desde las cuevas de la Bella Mar. Más allá del túnel que las separaba del Malecón, paseo de piedras puntiagudas siempre mojadas por el agua del mar caliente y poco tempestuoso de la zona. Pero para el paseante chocaban contra ellas de forma intempestuosa. Placer de todos, incluidos los amantes que sobre unos muros de piedra desgastados por el tiempo y no reparados por los habitantes, sentábanse día a día a calmar el calor del cuerpo y del alma. Que para entonces el sexo y el alma iban de la mano. Mano caliente que se metía entre las piernas de los amantes, allí en los muros que separaban a ese mar de las calles por donde pocos autos transitaban ya.Pero los perros ladraban.Y con furia. Un barco hacía sonar en la distancia, allá en el puerto, su gemido de partida. Luego comprobó que este sonido se repetía en casa de su vecina, cuando el viejo inodoro se llenaba de agua y terminaba echando un suspiro de aire grave producto de lo deficiente de su vieja maquinaria. Pero para ella todos provenían de los barcos en donde hubiera deseado partir. ¿Que haría fuera? se preguntaba cuando oía el sonido. Tantas cosas, se respondía.Lo primero, comprarse una pintura de labios y un shampoo. Luego un sujetador o ‘ajustador’. Como oyó decir a sus familiares antes de la segunda invasión de los pobladores de las tierras de donde aprendieron su idioma. Venían de nuevo como conquistadores que una vez fueron siglos atrás. Ahora lo hacían apropiándose de negocios cuyos propietarios habían huído de una guerra ficticia que los nuevos gobernantes les creó en su mente. La guerra de que todo lo perdían, de que no eran nadie en su propia patria. Un ajustador, eso es. Con encajes y un alambre para realzarme el busto. Nada de relleno. Basta con lo que tengo. Y transparentes para que se me vean los pezones. Y una blusa bien entallada para que se peguen bien a los senos. Pero esa vendrá más tarde. Cuando encuentre trabajo.¿En qué puedo trabajar?. Puedo escribir. En mi idioma, por supuesto. O cuidar a una viejita que necesite ayuda. A los niños, no, que gustan de llorar. Como los perros que andan ahora por ahí ladrando y ladrando sin saber por qué. O es que algo sucede en las cuevas de lo que aún no nos hemos enterado. Tantas cosas pasan de las que uno ni se entera. Yo la cuidaré. A la viejita. Y le diré, ¿mi viejita, se siente bien? Y ella me dirá, claro, si siempre estoy acompañada de Dios. ¿Y ya lo ha visto?, le preguntaré. Bueno, con cada rezo siento su presencia, será su respuesta. ¿Y cómo se reza? le preguntaré. Entonces ella me enseñará los secretos de los rezos.Pero una voz de hombre nos interrumpirá. Es mi nieto. Hola, ¿cómo está?. ¿Y usted quién es?. Mi nueva asistenta. Trátala como es debido. Cuando termine pase por mi oficina, por favor.Terminaré de darle el puré a la viejita, le arreglaré su bata de dormir y sus almohadones de encaje y bordados y bajaré al piso bajo por las escaleras en caracol de puro mármol hasta llegar a la gran puerta de la oficina del nieto. Pase, me dirá desde su asiento de piel, rodeado de libreros de maderas preciosas, frente a una mesa labrada en algún estilo fastuoso y a la vez discreto. O quizás si la oficina sea tan moderna que sólo un mesa alargada de color negro y verde y unas sillas curvilíneas en una sola pieza, con estructuras de hierro, constituyan su mobiliario. Más allá, hacia un gran ventanal que cae hasta el piso blanco brillante, en parte cubierto por una alfombra blanca, o a lo mejor gris, se verán las ramas de algunos árboles todavía descubiertos de sus hojas verdes porque quizás el invierno no haya desaparecido de aquella ciudad. Detrás de las ramas se verá el gran parque, el de los ricos que patinan en hielo en el invierno en su lago helado y corren en trajes de sudar en pleno verano. O se besan en sus yerbas revolcándose sudorosos cuando aprieta el sol y sus carnes se pegan sin dejar espacio para que corra el viento entre ellas.Dígame; entraré. Siéntese, por favor.¿Es cierto que viene de ese país famoso por sus cavernas? ¿Las cuevas de la Bella Mar, por ejemplo?Por ejemplo.Sí, de allí vengo.Noto entonces que su vista va directo a mis pezones. Trataré de ocultarlos, pero no podré. Su mirada los hace crecer bajo la blusa elástica que llevo puesta. Sonrío con los labios rojos para distraer su mirada de éstos. No se apene, no los oculte, son muy bellos. Todo lo que está debajo de su blusa lo es. Pero usted no lo ha visto.No me hace falta, lo intuyo.Quizás mañana no lo intuya, le diré.¿Dejará el trabajo?No, cambiaré el atuendo.Eso es, pintura de labios, el ajustador, la blusa y unos panties. Para entonces ya me los habré comprado. Mis abuelos les llamaban bloomers, como los invasores del país. Luego se les dijo pantalones, tan grandes y llenos de tela eran. Pero luego fueron bikinis, a medida que se hacían más diminutos y las carnes explotaban bajo ellos como los que sufrieron la otra bomba, la atómica. Ahora les dicen tangas. O hilos dentales, por el pedacito de tela que corre entre las dos nalgas con sólo un triángulo de tela para tapar lo que hay debajo del ombligo. Ese me compraré. ¿De nuevo aquí?Sí, ¿por qué se va a ir, si me cuida muy bien?, dirá la viejita al nieto.Es que ayer casi me amenazó con irse.Algo le habrás dicho que la provocó.Me provocó cambiar mi forma de vestir, será mi respuesta. Ya llevo la tanga de encaje transparente. Pero no se nota. Sólo si me inclinó con el pantalón ajustado a recoger algo. Mis dos nalgas redondas y algo voluminosas, a pesar de mi delgadez, se separan como dos frutas gracias al hilo de la tela que se encaja entre ellas.Luego baje a mi despacho, debo pagarle.La gran puerta se abre y me dejará pasar.Si esos perros siguen ladrando no voy a poder terminar esta tarea. Y luego ese cañonazo de las nueve de la noche, anuncio de un apagón inminente. ¿A qué hora te dije que es el examen, abuela? En la tarde. ¿Ya comiste?No, ni tengo tiempo. ¿Por qué ladrarán tanto esta noche? ¿Habrá visitantes en las cuevas? Generalmente vienen de día. ¿Has visto lo felices que son? Vienen y te preguntan si no es un orgullo para nosotros tener semejantes cuevas y ese mar, esos arrecifes. Toman fotos de la gente por las calles, caminando, siempre caminando. Y hasta de las casas, con los inquilinos eternamente a las puertas de ellas. Unos sonríen, otros no. Pero en las fotos no queda grabado el ladrido de los perros. Ni el sonido del barco que parte cargado, dicen, de frutas. O de tabacos. No sé. Y hasta de drogas que te hacen volar hacia otros cielos. ¿Tú lo sabes, abuela? No. Y eso a tí ni te debe importar.¿Tú has ido a las cuevas, abuela? De niña me llevaron. ¿Y por qué no a mí? Eso tampoco te debe importar. Es para los visitantes. No cabe tanta gente. No se moleste, yo lo recojo.Me inclino con la facilidad que las largas caminatas me han dado y casi rozo con mis nalgas al nieto que viene a recoger el cheque que me acaba de entregar y por descuido ha resbalado hasta el piso junto a mí.Es cierto que se cambió de atuendo interior, me dirá. Este es tan breve como el otro. Sólo que deja ver más.Sólo vine a buscar el cheque. Si me permite, me voy.¿Y qué promete para mañana? Ni aquel atuendo ni este otro. Las sirenas de un auto de policía interrumpen por unos instantes el sonido lejano de los perros. Luego viene el silencio de la noche.Hasta los perros se callaron, ¿qué será? Las luces del barco que parte van desapareciendo más allá de los arrecifes, hacia el puerto. Buscan el mar abierto y las tinieblas de la noche.Qué extrano sonido se siente. Viene acercándose lentamente. Se va acumulando. Va llenando la casa como el ruido del huracán cuando empieza a batir. ¿Irá a tratar de penetrar por esa puerta como un tren en marcha, como aquel huracán que pasó entre nosotros aquel año?Abuela, por favor, déjame estudiar, que tengo un examen.Cuando usted siente a Dios junto a sí, ¿qué siente?, le preguntaré a la anciana.Una paz extraña dentro de mi cuerpo.¿Y no se asusta?A veces sí. Porque puedo irme hacia lugares lejanos, como si viajara en una alfombra mágica.¿Pero Dios la espera en alguna parte?No, él no tiene cuerpo. Es un poder que te lleva no sabes a dónde. Y a veces te da miedo poque no sabes cómo termina ese viaje.Abuela, te van a volver a dar las medicinas para la locura que te recetaron si sigues hablando de tus viajes en esa alfombra. De dónde es, nunca te he preguntado. ¿Es persa?¡Vete de mi lado, pecador!No le hagas caso, hija. No cree en nada.Sí, en las bocas pintadas de rojo escarlata. ¿Se dice así, escarlata?Dicen que los antiguos hacían sus dibujos en las cuevas extrayendo de las piedras metales de color que dejaban grabados el tinte en ellas. ¿Tú viste las pinturas, abuela?En aquella época no había suficiente luz artificial como ahora para verlas bien. Pero era bella la poca visión que se tenía de su interior.¿Un beso?Rojo, escarlata.Hoy no, mañana.El sonido crece por minutos. Asómate al balcón a ver qué pasa.Lo de siempre, abuela. La gente que vuelve en silencio a sus casas, caminando, siempre caminando. O los que vienen de descuartizar a una vaca que se ha muerto y se llevan los pedazos a escondidas, para comerlos.Pero es que no hay nadie. Ven y mira. La calle está vacía y mira el humo y esa sombra que vienen de allí arriba. De las cuevas, de las cuevas. Cómo ladran ahora los perros, cómo retumba la calle. ¿No lo sientes?Sí lo siento.No tiene que pegarse tanto para saludarme. Casi me caigo. Para entonces me habré comprado esos zapatos de tacones altos y finos que vi en el anuncio de la revista. Estaba en una pared de una calle, creo que en Viena. Unas piernas largas cubrían toda la pared del edificio. Y en el extremo aquellos maravillosos zapatos. Sandalias con tiras entizadas a la pierna. Y esa saya. Mejor digamos falda, para que todos me entiendan. De pura seda, ondulante, sobre mis rodillas.Me siento sobre la silla junto al ventanal y cruzo las piernas. Ya es verano. Ya la sombra de los árboles cae sobre el gran cuarto. El aire frío que surge no sé de dónde, por entre las paredes, los techos, quizás los pisos, hace agradable la estancia.Pedí algo para comer en el cuarto, me dirá. Que no sea langosta, que mucho la comí. Mis amigos las cojían del mar a escondidas y las cocinábamos en la arena a media noche. Los turistas las compraban a precio de oro. Me gusta como enredas una pierna tras la otra, me dirá. Y entonces separaré ese lazo de piernas para dejar que la falda caiga entre ellas y apoyando los pies en mis altos tacones las separaré aun más. Miraré las ramas de los árboles sin atender mucho sus requiebros. Sólo sentiré mis piernas y la zona de la separación entre ellas. ¿En qué piensas?, me dirá.Si para entonces ya no pienso, sólo siento, le podría decir. Calor entre mis muslos. Esta vez el dinero todo me lo he gastado en el vestido y las sandalias. No hay encajes bajo el traje. Siento el cuerpo pegado a las sedas. Quisiera separar más las piernas, pero no me atrevo. Las vuelvo a cruzar y entrecruzar. Contengo así el flujo que sale de mi cuerpo.Miro el árbol.El ruido se hace muy tenso. Casi sobrecogedor. Así no se puede estudiar.Y esta plancha que al primer fallo de luz pierde potencia y no hay quien la recupere hasta el día siguiente.Pero necesito la falda planchada para ir al examen, abuela.Pues creo que te vas con el pantalón de mezclilla y la blusa de algodón blanca del viejo uniforme.Y el pelo sucio también, que hoy no fui a buscar agua. Se me quitan las ganas.¿De qué?De la vida.No vuelvas a repetir eso.Sí, de la vida. Ni pintura de labios tengo.No te hace falta.Abuela, el quinqué; tengo que terminar esto.Corre, corre. Mira lo que viene por ahí.No, aquí no. Sobre esa alfombra.No tienes nada, sólo tu piel.Sube el vestido con suavidad, que se restriegue sobre mi piel; apriétalo contra ella. Para sentir resbalar las sedas. Déjame quedarme con los zapatos puestos. No me los quites. Ni la pintura de labios. Déjala intacta. No me beses.Son tanques, camiones blindados, cubiertos con telas de campaña. Llevan algo que se alza hacia los cielos, Dios santo. Son cohetes teledirigidos. Corre. Mira.Déjame acariciarme con la punta del tacón. Déjame pasarlo sobre mi muslo, más acá de éste. Enterrármelo así, así.Avanzan cada vez más, se acercan, ya pasan, retumban como un huracán. De allá vienen, de las cuevas.Sí, las cuevas, las de la Bella Mar.Nunca las vi. Dicen que sus paredes destilan rojo. Rojo escarlata cuando las rajan con algo punzante. ¿Las ves? Están ahí en donde ladran los perros; ven, yo te las enseño. Sólo me hace falta que vengas tú. Sola yo no puedo entrar.
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