Por Sergio Giral
En los primeros años de los sesenta, visité el Museo de Bellas Artes de la Habana y entre las obras de pintores cubanos que me impresionaron se encontraba una de Antonia Eiriz, bajo el título de, “El dueño de los caballitos”. Se trataba de un gran lienzo que mostraba unos caballitos, maquinaria tradicional de diversión infantil, también conocida como carrusel, tío vivo, calesita, según la región de que se trate. Al frente se hallaba el dueño de la maquinaria tras la taquilla, más bien un pódium donde hacer un discurso, de aspecto simiésco presentaba la barba y los pelos de la cabeza erizados en su discurso demencial. Detrás se encontraba la maquinaria infantil en vertiginosas vueltas que aterraban a los pequeños monstruos aferrados a los tubos del caballito para no ser lanzados al espacio. Sobre estos el techo de lona se despedazaba, arrojando pedazos al aire Todo un tenebroso espectáculo de diversión infantil dirigido por un dueño loco. El de los caballitos. Es curioso que en las múltiples exhibiciones del arte de Antonia Eiriz, este cuadro no aparezca, ni tan siquiera en las reproducciones que se pueden encontrar en internet. Fernández Retamar ha escrito sobre la obra de Eiriz: “Se afirma que la pintura es un lenguaje. Antonia trabaja con las malas palabras de ese lenguaje.” Decididamente “El dueño de los caballitos es una mala palabra, un augurio del descalabro nacional.
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